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Piensa, siente.

Islandia.

15 Enero 2017 , Escrito por Núria (@Soy_Scania)

Islandia en invierno asustaba. Asustaban sus temperaturas, sus cambios bruscos de climatología y sus duras condiciones.

Llegamos con una pequeña maleta llena de la ropa imprescindible y otra maleta puesta encima, y acojonados porque nuestro avión aterrizó en medio de una ventolera espectacular como nunca antes habíamos presenciado. Y volvimos 8 días después con el país enclavado en el corazón de una forma que se me antoja imposible de extirpar.

Islandia enamora. Esto es así.

Y todo surgió de una especie de “no hay huevos”, una propuesta loca que llega de repente a tu whatsapp a la que respondimos también locamente con un sí rotundo.

Islandia en Nochevieja, ¿por qué no?

Y sí hubo huevos. Y el 27 de diciembre estábamos sobre un avión destino a la tierra del hielo y el fuego con medio armario comprimido en una maleta de mano cada uno porque facturar maletas grandes es de valientes, y no de pirados como nosotros. Eso, y que no nos iba a caber más equipaje en el coche que habíamos alquilado.

Y cuatro horas más tarde aterrizamos en el aeropuerto de Keflavik en medio de una tempestad brutal como ninguna que hubiésemos visto antes, y que nos atormentó ese día y el siguiente.

La previsión meteorológica del móvil lo llamaba turbonadas, y sí, nos intrigó el término hasta que lo tuvimos encima. Y bastante frecuente será en Islandia cuando las empresas que te alquilan el coche te aconsejan sujetar las puertas del vehículo al abrirlas y así evitar que las arranque el viento.

Pues eso. Con turbonadas, llovizna, nevadas esporádicas y oscuridad casi absoluta desde mediodía, comenzamos a recorrer el país.

La primera noche la pasábamos en un albergue situado en Hvolsvöllur. No sufras, no es cosa tuya, es que no se puede leer. Así que en cuanto salimos del aeropuerto y fuimos a por el coche en medio de un huracán (ahí @Kikolo777 y @Jon_mcenroe se llevan la medalla de oro al sacrificio por el resto del grupo), enfilamos carretera hacia nuestro albergue. La carretera principal no tiene pérdida, sólo hay una dándole la vuelta al país y es buenísima, mi enhorabuena al ministerio de fomento islandés o lo que sea que haya allí: un carril por sentido, sin arcén, sin iluminación. Todo genial. A lo que hay que añadir que el hielo cubre las señales casi por completo y las ventiscas con nieve te borran la calzada. De verdad, muy confortable la conducción por allí.

Primera parada en Selfoss para tomar una cerveza, pagar 8€ por ella (950 ISK) y darnos cuenta de que efectivamente, el país es caro.

La llegada al albergue nos tuvo en vilo hasta el final, pues llegando a Hvolsvöllur el GPS nos metió por una especie de páramos de tierra volcánica cubierta de musgo cubierto a su vez de nieve, sin luz, porque el sol se pone a las 15:30 y la penumbra oscurece definitivamente sobre las 17h, sin más iluminación que los faros del 4x4 de siete plazas que aguantó nuestro ritmo como nadie, y sin vida alrededor.

Y nos metió en una propiedad privada que supusimos que era el albergue por pura esperanza de que lo fuera.

Y lo fue.

Bueno...no exactamente. Ahí vivía el dueño. Y el dueño nos indicó seguirle en un inglés perfecto pero rudo y norteño en acento, y nos condujo hasta el albergue, que no era otra cosa que una casa normal y corriente y que esa noche iba a ser para nosotros seis y para nadie más.

Quitarse las botas antes de entrar en la casa es una costumbre extendida en Islandia, pero que nos tocaba las narices bastante. Aún así, si toca toca. Y nos descalzamos los seis en la entradita de la casa, y los últimos nos mojamos los calcetines con el hielo desprendido por las botas de los listos que se habían descalzado primero.

En esa casa, calefactada como todas, y con una manta de primeros auxilios para socorrer a víctimas de hipotermia en la cocina, aprendimos que el criterio para repartir habitaciones debe ser siempre quién ronca y quién no.

Lo aprendimos tarde, eso sí.

Y el 28 de diciembre madrugamos los que durmimos, y nos levantamos los que habíamos pasado la noche insomnes por los ronquidos y apuramos el reloj porque cuando sabes que sólo tienes por delante unas pocas horas de sol, el tiempo se te vuelve un tesoro.

Ese día aprendimos que el invierno islandés es duro. Vimos cascadas, nos asomamos a miradores, tocamos caballos, pero sobre todo, sobrevivimos.

Y es que el día 28 fue el día en el que nos grabamos a fuego el dicho islandés de: “si no te gusta el tiempo, espera 15 minutos”. Porque es así. En 15 minutos pasas de tener sol a que te granice en la cara (“caen balines” que decía una de las chicas), o pasas de niebla espesa a ráfagas de aire que te hacen levantar los pies del suelo y arrancan puertas de los coches. Cada vez que bajábamos del coche era una aventura. Ese día tuvimos que sujetar las puertas del coche cada vez que alguien abría para entrar o salir, tuvimos turbonadas de aire y nieve que nos impedían andar o que directamente nos empujaban hacia el suelo, tuvimos niebla y nevadas que se vertían en horizontal sobre la calzada que recorríamos, procedentes de vete a saber si de la Patagonia y sin nada que nos resguardara.

Todo nos pilló por sorpresa. A todos. Menos a @Hiper_coco, que tiene algún don con el que mirando al cielo ya sabe lo que va a pasar en los próximos minutos.

Y en estas condiciones extremas de nieblas espesas, nevadas horizontales, hielo cubriendo las señales y oscuridad absoluta, @Kikolo777, nuestro conductor oficial, nos llevó hasta Höfn, donde teníamos el albergue. Valga decir que como conductor merece mi respeto más absoluto. Ejecución de 10.

Höfn nos esperaba con sus casitas decoradas con una iluminación navideña que claramente se les había ido de las manos. Mi conclusión después de todo, es que Islandia en invierno se viste de luz, puesto que el país está sumido en la penumbra.

Esa noche cenamos en el puerto, a lo barato (tanto como se puede allí) y con cerveza light porque la cerveza buena no se sirve en locales baratos ni en supermercados.

Y esa noche, después de salir infructuosamente en busca de auroras boreales, una vez en nuestra habitación de 6, fuimos conscientes de que efectivamente, el criterio de separación por habitaciones debiera ser quién ronca y quién no.

De nuevo tarde.

29 de diciembre, comenzamos a ver Islandia de verdad. Esta vez sólo nos amenazaba la lluvia, el viento era soportable ya y el frío...bueno, el frío vive allí. El forastero eres tú.

Ese día nos maravillamos con los icebergs encastados en la laguna de Jökulsárlón dentro del Parque nacional Skaftafell, donde llegamos en la penumbra de las 10 de la mañana y huimos corriendo a refugiarnos en el bar de allí porque nos empapaba la lluvia que comenzó a caer al rato. Allí aprovechamos para comprar sopa de marisco (deliciosa, por cierto) y a rellenar gratis por nuestra cara bonita el bol de sopa una y otra vez.

Y después, fuimos al glaciar de Fláajökull a empaparnos de lluvia y calarnos hasta la médula. Y ya, porque las horas de sol se acababan. Así que nos fuimos al albergue a ducharnos y ponernos ropa seca, y ya que estábamos, cenar a las 18h y ya puestos que si me pones un gin tónic, y que si eso, igual cae otro, y al final nos montamos un festival cojonudo en la sala de calderas del albergue que duró hasta las 21h y nos tuvo bailando al son de un altavoz bluetooth y riendo y grabando vídeos de 6 minutos que no deben ver la luz del sol jamás (@_aracne nos puede chantajear ahora). Y a las 22h durmiendo como angelitos. Si no fuera por los ronquidos, claro.

Y el 30 de diciembre nos salió un sol a las 10:30 de la mañana que por primera vez nos permitió ver y disfrutar una carretera que habíamos recorrido ya en dos ocasiones sin lograr nunca ver más allá de nuestras narices, o bien por mal tiempo, o bien por la oscuridad que lo abrazaba todo desde bien temprano. Aprovechamos para repetir la laguna de Jökulsárlón y vivirla con más luz (y hacer mejores fotos, qué caray) y acercarnos a la maravillosa playa en la que los bloques de hielo van a morir y en los que rompen las olas antes de acariciar la arena negra volcánica.

Y después de deleitarnos con eso, nos dirigimos a Reykjavík parando de vez en cuando en alguna lengua de glaciar, en el avión DC3 abandonado o en la cascada de Seljalansfoss, donde después de habernos impregnado de un sol en su punto más alto -no más arriba del horizonte- durante unas 3 horas, nos sorprendió una nevada, una granizada y algo de lluvia. Todo en intervalos intermitentes para no cansar.

No he mencionado, porque me agota solo pensarlo, lo trabajoso que resultó durante todo el viaje, el hecho de vestirse y desvestirse de toda la ropa de abrigo cada vez que entrábamos y salíamos del coche. El coche merece en ese aspecto una mención aparte. No sólo por lo de vestirse y desvestirse, sino porque tú metes a 6 personas en un coche, y puedes despedirte del silencio y de la tranquilidad para siempre. Cuando no es toma mi chaqueta, es dame mi mochila, busca en la bolsa no sé qué, ¿alguien tiene un clínex?, ¿y las papas?, ¿quién tiene el agua?, conecta mi cargador, ¿qué hay de comer?, callad que grabo un vídeo...y así. El día 30 se nos fue en eso hasta Reikiavik parando de vez en cuando y ya. No hicimos mucho más.

La casa de Reikiavik se encontraba en un barrio residencial pegado a la ciudad. Reikiavik es extensa porque sus casas son bajas, y tienen todas sus luces encendidas en invierno, da igual si sus inquilinos están en el comedor, que las luces de las habitaciones también te dan la bienvenida.

Lo primero que hicimos fue elegir habitación y esta vez sí, por fin utilizamos el criterio bueno: reparto de camas según ronquidos. Y también nos dimos una buena ducha sin estar pendientes de si algún japonés compañero de albergue está esperando para ducharse después que tú y metiéndote prisa. Y confirmamos que en Reikiavik, igual que en el resto del país, no hay calentadores. El agua caliente proviene de su red de aguas termales. Es lo que tiene vivir en un país volcánico.

Y lo que tiene vivir en un país volcánico, es que al abrir el grifo de agua caliente, sale agua caliente a pesar de no existir calentadores. Y huele a huevos podridos.

Segundo intento infructuoso de cazar auroras boreales y a dormir.

El día 31 hubiésemos dormido hasta la salida del sol –a las 11 de la mañana- pero para algunas es imposible no madrugar (y ahí me incluyo, aunque creo que @_aracne me gana) y logramos arrancar al resto de sus camas. Y es que no se hace turismo desde el colchón.

Ese día nos dirigimos al círculo dorado para ver un montón de maravillas aunque finalmente sólo vimos Thingvellir, la brecha entre las fallas euroasiática y americana, o “una raja” que decía @Hiper_coco. Y no nos dio tiempo a mucho más, puesto que era el último día del año y teníamos la misión de encontrar cervezas buenas para esa noche. Misión que fracasó, por otra parte.

Fracasó porque a nuestra llegada a Reikiavik, a las 16h, ya hacía 2 horas que las licorerías habían cerrado sus puertas, tal y como nos estuvo informando la chica a la que preguntamos por la calle. Nos dijo también que a las 12h de la noche la gente se reunía en una plaza para tomar algo y luego había fiesta en la “down town”, y pese a que nos hacía ilusión, lo descartamos porque supusimos que no soportaríamos el frío de Reikiavik a esas horas de la noche y porque ya no teníamos más ropa que ponernos encima.

Y con la expectativa de una noche vieja moderada porque sólo había ginebra en casa comenzamos con los preparativos a las 19h. Y los abandonamos a las 19.15h, pues tras salir un momento al exterior @_aracne y yo y ver un reflejo verde en el cielo la adrenalina inundó nuestras venas por completo. @_aracne se metió en la casa con un “que no cunda el pánico pero...” y cundió el pánico al momento.

Nos vestimos con todo lo que pudimos y a la mayor velocidad de la que fuimos capaces, y a las 20h estábamos en un campo de golf huyendo de las luces de la ciudad, a -7º pero con sensación térmica de -11º, haciéndonos gin tónics porque era Nochevieja, y mirando al cielo. Y vimos auroras, tenues y fluctuantes. No lo que se ve en las fotografías que enseña google. Nos valía con eso, pero aún queríamos más. Y lo tuvimos.

Justo cuando decidíamos ir al coche a entrar en calor y esperar tras una hora y media a la intemperie, un arco fluctuante de luz verde se iluminó sobre nuestras cabezas y estuvo allí cerca de 10 minutos, y fue testigo de nuestros gritos de alegría, abrazos y felicitaciones porque no se nos ocurría mejor manera de acabar el año.

Y con toda esa adrenalina, alimentada también por los fuegos artificiales que disparan los vecinos de Reikiavik hasta las 12h de la noche, nos fuimos a casa porque era tarde y había que comer las uvas.

Comenzamos a hacer la cena a las 22h. Vimos las uvas peninsulares a nuestras 23h. Comimos canapés con champagne. Comimos las uvas con la televisión canaria a nuestras 00h. Y después nos comimos el cordero al horno.

Habíamos sacrificado la cena, pero vimos la aurora boreal.

Cabe decir que el agotamiento nos llevó a la cama poco después de la 1.

Y el día 1 de enero decidimos volver al círculo dorado a ver las maravillas que habíamos dejado atrás el día anterior, y aunque ese día no nos lucía el sol agradecíamos no haber vuelto a sufrir turbonadas como las que nos recibieron al llegar al país.

Vimos las fumarolas y los géiseres, nos sorprendimos de su imprevisibilidad, nos reímos de la gente que patinaba en el hielo y patinamos nosotros más de una vez. Vimos también la cascada de Gullfoss. Y con eso, dimos por finiquitadas las visitas fuera de Reikiavik.

Todo lo que nos quedaba por hacer allí entre los días 1 y 2 de enero consistía en gastarnos el dinero en efectivo que aún llevábamos encima y comer. Y así lo hicimos: carne de ballena (que por cierto, es como ternera, sabe a ternera y a hígado, y está riquísima), pescados varios, sopas dentro de panes, cervezas buenas, y por fin basta de bocadillos de paté y de comidas basura para ahorrar.

Y como broche final, tuvimos la laguna termal Blue Lagoon el día 2 a las 19h. En mitad de la noche ya y al exterior. Fue como el cierre definitivo para nuestra aventura.

El día 3 de enero cogimos el vuelo de vuelta con ganas de perdernos de vista un poquito pero queriéndonos todavía más que antes, si cabe. Y con la promesa secreta de volver algún día a recorrer un país que deja huella, Islandia.

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