La cajita.
Toda su vida la había ido acumulando en una pequeña cajita de madera tallada, con ornamentos cromados y triangulitos de espejo: las lecciones del colegio, las enseñanzas de la vida, las alegrías en familia, las risas con amigos, sus ilusiones y sus sueños...y siempre llevaba su cajita consigo, no fuera cosa de perderla.
Y una vez se enamoró. Brilló de júbilo y rió de felicidad. Y metió en la cajita todo ese sentir para atraparlo para siempre junto a ella. Juró amor eterno y vivió como nunca antes lo había hecho. Se entregó como se entrega cualquier enamorado: sin prudencia.
Y cuando consideró que ya le era imposible vivir sin su amor, le entregó la cajita que siempre llevaba encima. Esa cajita que encerraba su vida y su alma. Y creyó que ambos la conservarían para siempre en esa espiral descomunal de felicidad.
Pero él no valoró el regalo lo suficiente, y pronto lo dejó caer. De repente las risas dejaron paso al llanto, las promesas mintieron y la realidad oscureció. Y su cajita rodó por el suelo y se coló sin remedio por la ranura de un sucio desagüe callejero.
Desde ese momento, ella avanzó como alma en pena, arrastrando su cuerpo de un lado a otro, sin ilusión ni ganas, ni esperanza. Sin nada por lo que levantarse cada mañana y sin nadie por quién vivir.
No pudo calcular cuánto tiempo estuvo así: tan profundamente enterrada como debía estar su alma, perdida con aquella cajita que se tragó la tierra. Y así, desanimada y quebrantada, siguió el consejo de una buena amiga, y salió a conocer gente. Se sintió mejor, sí...pero no lo suficiente.
Hasta que alguien con quien tropezó de forma casual le sugirió comprar otra cajita. Pues no sería que no había cajitas en el mundo.
Y la compró. Una cajita parecida a la anterior. De madera, ornamentada con metal cromado y triangulitos de cristal. Y decidió llenarla cada día de algo nuevo.
Un día encerró allí la sonrisa del vecino que encontraba cada mañana en el ascensor. Otro día metió el abrazo de su mejor amiga. Otro día introdujo una afición. Un viaje, un buen amante, una cena especial, un cachorrito adoptado, la satisfacción del trabajo bien hecho, la plenitud de una tarea terminada, las risas con amigos en un bar, la calma que hallaba en su sofá, el bienestar de su propia compañía...
Y sin saber muy bien cómo, un día la cajita brillaba con luz propia. De repente, y sin saber de qué manera, aquel contenedor pequeño, de madera tallada y ornamentada, contenía una vida plena, donde el pasado no desaparece, pero ya no duele ni define el presente. Una vida donde uno mismo está bien con uno mismo, en la que no se necesita a nadie más y se busca compañía sólo por el placer de esa misma compañía.
Y ese día, ella metió su cajita en el bolso, y por primera vez en mucho tiempo, se dispuso a vivir por el mero placer de vivir.